Las Alarmas del Dr. Grondona

En la edición del 21/3/04 del Diario La Nación, el Dr. Mariano Grondona opina sobre democracia y clientelismo. Señala el sorpresivo cambio electoral producido en el Reino de España y postula que una modificación de la misma magnitud es imposible en nuestro medio.

El culpable de esa imposibilidad es el “clientelismo”.

El Reino de España es una sociedad de avanzada con una fuerte presencia de la clase media, en donde el ciudadano vota como “individuo”. Nuestro país –en cambio- está infestado de pobres que dependen del plan jefes y jefas para vivir. Ello –sostiene el Dr. Grondona- condiciona el voto, de manera que el “cliente” se ve compelido a votar al “patrón” en cualquier caso. Por eso la consigna “que se vayan todos” se transformó en las urnas en “que se queden todos”. Hasta aquí el discurso –resumido- del Dr. Grondona, pensador de corazón restaurado.

Resulta cuanto menos llamativo que se quejen del “clientelismo”, quienes suelen defender las libertades económicas y denominan “mercado de trabajo” al sistema de apropiación de la fuerza de trabajo ajena[1]; cuando el término “clientelismo” claramente se encuentra extrapolado desde nuestro sistema económico a nuestro sistema político. Pero también la izquierda y el progresismo repiten y aburren con el mentado “clientelismo”.

La primera y más sencilla refutación de este argumento proviene de la realidad electoral. Parece olvidar el Dr. Grondona que el electorado argentino ha tomado decisiones sorpresivas (aunque erradas, según demostraron hechos posteriores) en la elección interna entre Menem y Cafiero, y en las elecciones a diputados entre Fernández Meijide e Hilda Duhalde.

La segunda es la falta de nexo causal. En la Argentina de los últimos veinte años las elecciones son libres y el voto es secreto. En consecuencia, el puntero político puede regalar choripanes, zapatillas izquierdas a las que les falta su par derecho, entregar boletas, contratar colectivos y acompañar a sus “clientes” hasta la puerta misma del cuarto oscuro; pero no existe medio alguno para garantizar el contenido del voto[2].

Se objetará a esto que la “compra” del voto no se produce en forma directa, sino por un mecanismo más sutil. El “cliente” –según esta objeción- no se encuentra obligado a votar por su “patrón”, sino que se ve fuertemente condicionado a ello para no perder el beneficio económico (vg. Plan jefes y jefas) que se le proporciona. Aceptamos y tomamos debida cuenta de esta objeción, sólo que la misma no justifica las conclusiones a las que parece conducir.

Veamos.

El Dr. Grondona nos aclara –con su habitual erudición en lenguas moribundas- que “La palabra "cliente" proviene del verbo latino clinare, que significa inclinarse”.

Sabemos –desde Borges- que la etimología no nos enseña lo que significan las palabras, sino justamente lo que ya no significan. Así podemos jurar sin miedo a la ira de Dios, que “cliente” no significa “persona que se inclina” sino “persona que adquiere bienes o servicios” y –por extensión- puede usarse para cualquier persona vinculada a otra por una acuerdo comercial o basado en el interés económico.

Así sí tiene sentido el uso metafórico que se hace de la expresión “clientelismo político”. Se refiere a una relación entre el dirigente político y el votante basada en un interés económico.

Sin embargo, es aquí –en el momento de identificar a los “clientes” del sistema político- en donde el discurso “anticlientelístico” (de izquierdas y derechas) falla por completo y se nos revela plagado de los prejuicios más antiguos.

El Dr. Grondona califica de “clientes” del sistema político a los empleados públicos y a quienes reciben subsidios alimentarios.

No veo razón para que la lista sea tan breve.

Si “cliente” es aquel que recibe un beneficio económico por parte del sistema político ¿Acaso los contratistas del Estado no son –y con mayor propiedad técnica- “clientes” del sistema político? ¿Acaso no lo son los empresarios que administran la Seguridad Social privatizada por cuenta y orden de un Estado Ausente y Remolón? ¿No deberíamos incluir en el listado a todos los empresarios que se dedican a actividades económicas más o menos subvencionadas? ¿Qué hay de los trabajadores que vieron aumentados sus sueldos por un decreto del Poder Ejecutivo? ¿Y los empleadores beneficiados por las rebajas de aportes patronales?

Y tampoco es cuestión de acotar la lista a quienes reciben una prestación económica directa por parte del Estado o de sus dirigentes, porque el interés económico puede estar tanto en esperar una acción del Estado, como una omisión del mismo. Así es como aquellos que esperan que el Estado se abstenga de regular determinada actividad económica o se abstenga de recaudar determinados tributos o se abstenga de efectuar ciertos controles, también deberían considerarse “clientes” del sistema político y estamos perfectamente autorizados a suponer que sus decisiones electorales estarán fuertemente condicionadas por el interés en que se mantengan ciertas omisiones que les resultan provechosas.

En efecto, si aceptamos que los beneficiarios de planes sociales y los empleados públicos pueden estar condicionados al momento de emitir su voto por la posibilidad de perder la prestación económica que reciben del sistema político, deberíamos aceptar también en justicia que en la misma situación condicionada se encuentran los restantes miembros de la lista.

Y si por un momento incluyésemos a aquellos que tienen fuertes intereses no económicos, la lista se ampliaría hasta incluirnos a todos. Los católicos probablemente se sientan inclinados (recordemos que para el romanista Grondona, cliente es quien se inclina) a votar a dirigentes contrarios al aborto; los ambientalistas, a quien prometa limitar las emisiones tóxicas; los jugadores de póquer, a quien prometa la legalización del juego.

Entonces, ¿por qué cuando se habla de “clientelismo político” se hace referencia solamente a los beneficiarios de programas sociales?

Bueno, porque son pobres, claro.

Este prejuicio es transparente en la nota del Dr. Grondona cuando dice “El miembro de la clase media es, por definición, independiente. Vive y vota como individuo” y agrega “En estos momentos en que la Argentina ha aumentado decisivamente su número de pobres, (...) los políticos que manejan los nombramientos de empleos públicos y el otorgamiento de planes de jefes y jefas han logrado reclutar, en favor del empobrecimiento argentino, legiones de nuevos clientes”.

Cabe preguntarse si los miembros de la clase media que son por definición, independientes, no estarán condicionados también por fuertes intereses económicos: Que no suban las cuotas de la medicina prepaga y de los colegios secundarios, que los servicios públicos mantengan sus precios, que los depósitos bancarios se mantengan en su moneda original y mil cosas más.

Acá descubrimos entonces que el carozo del pensamiento “anticlientelístico” lo constituye en realidad un prejuicio oligárquico antiguo: Los pobres votan mal.

Para evitar esta acusación[3], el Dr. Grondona se refugia en el medieval criterio de autoridad y nos dice que “Por eso Aristóteles sostuvo que no podría haber democracia auténtica y estable sin el predominio de la clase media”.

El problema de este razonamiento es –claro- su natural continuación. Si las decisiones electorales de los pobres conducen invariablemente a que nuestra democracia no sea “auténtica y estable”; quizás sea preferible negarles el derecho al voto.

Eso fue lo que hicieron los convencionales constituyentes de 1826 cuando establecieron que no podían votar los “domésticos a sueldo, jornaleros y soldados” (artículo 6 de la Constitución de Rivadavia). Los argumentos para la restricción nos suenan ahora conocidos: Los trabajadores en relación de dependencia se sienten fuertemente inclinados a votar por su patrón.

Ante esta perspectiva, también yo me refugiaré en el medieval criterio de autoridad y recordaré las palabras que pronunció en ese Congreso el Coronel Manuel Dorrego –más recordado (acaso injustamente) como federal que como demócrata-, que casi cien años antes de la Ley de Sufragio Universal decía: 'El artículo 6 forja una aristocracia, la más terrible porque es la aristocracia del dinero. Échese la vista sobre nuestro país pobre, véase qué proporción hay entre domésticos asalariados y jornaleros y las demás clases del Estado, y se advertirá al momento que quien va a tener parte en las elecciones, excluyéndose las clases que se expresan en el artículo, es una pequeñísima parte del país, tal vez no exceda de una vigésima parte. He aquí la aristocracia del dinero; y si esto es así, podría ponerse en giro la suerte del país. Entonces sí que sería fácil influir en las elecciones, porque no es fácil influir en la generalidad de la masa, pero sí en una corta porción de capitalistas; y en ese caso, hablemos claro, el que formaría la elección sería el Banco, porque apenas hay comerciantes que no tengan giro con el Banco, y entonces sería el Banco el que ganaría las elecciones.”

Formo parte de la clase media que según Aristóteles y Grondona vive y vota en forma individual. Me baño todos los días, ejerzo una profesión liberal y me compré un auto. Pese a ello, no me creo del todo incapacitado para aceptar las decisiones electorales de mis compatriotas.

Enrique Catani.
[1] Bueno es recordar que el trabajo no puede ser considerado una mercancía, no sólo porque la moral y las leyes de Dios y los hombres lo impiden; sino porque tampoco desde el punto de vista de la ciencia económica el trabajo humano posee esa calidad. En efecto, la fuerza de trabajo humana no cumple con las leyes de reproducción de las mercancías y se rige por otras, que incluyen variables tan poco económicas y materiales como el amor, los celos, las rosas rojas y los zaguanes oscuros.

[2] Bueno, algunos métodos existen y son conocidos por todos: La sustitución de gente convenientemente muerta, el voto marcado con avioncitos y barquitos, y el ingenioso y casi impracticable “voto cadena”. No obstante –quizás por el carácter artesanal de estos métodos-, desde el regreso de la democracia no existen denuncias serias que nos permitan dudar de la autenticidad de los resultados de las elecciones nacionales ni que estas pequeñas bribonadas puedan haber alterado siquiera mínimamente los resultados generales.
[3] Quizás para confirmarla, si tenemos en cuenta que la democracia ateniense negaba el voto –y todos los demás derechos- a su clase trabajadora esclavizada.

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