El Problema de las Cláusulas Constitucionales Programáticas

La palabra problema puede ser una insidiosa petición de principio. Hablar del «problema judío»
es postular que los judíos son un problema; es vaticinar (y recomendar) las persecuciones,
la expoliación, los balazos, el degüello, el estupro y la lectura de la prosa del doctor Rosenberg.
Otro demérito de los falsos problemas es el de promover soluciones que son falsas también.
A Plinio (Historia natural, libro octavo) no le basta observar que los dragones atacan en verano a los elefantes:
aventura la hipótesis de que lo hacen para beberles toda la sangre que, como nadie ignora, es muy fría.

J.L. Borges, «Las alarmas del doctor Américo Castro»


La cláusula social de la Constitución.

En mil novecientos cincuenta y seis, una dictadura militar convocó a una convención constituyente para reformar la Constitución Nacional y –entre otras cosas- consagrar los derechos sociales. El hecho parece a primera vista curioso y singular: un gobierno de fuerza preocupado por el texto constitucional que niega con su propia existencia; un gobierno que convoca a elecciones para conformar un poder constituyente, pero no lo hace para la conformación de los poderes constituidos; un gobierno caracterizado por la represión (y el asesinato) de obreros que quiere consagrar los derechos sociales. El hecho puede ser curioso, pero no singular. Nuestra historia institucional está plagada de paradojas similares[1].

A esa curiosa situación institucional debemos la inclusión de los derechos sociales en la Constitución que nos rige y nos protege y que nuestros soldados juran sostener –con subordinación y valor- hasta perder la vida[2].

No me detendré aquí a considerar si los derechos sociales consagrados en la Constitución son muchos o pocos, ni ensayaré una nostálgica e inútil comparación con la Constitución peronista de mil novecientos cuarenta y nueve. Me limitaré a señalar una verdad evidente: a punto de cumplir medio siglo de vigencia, la cláusula social de la Constitución Nacional permanece incumplida en términos casi absolutos. Intentaré también llamar la atención sobre una de las falacias argumentales que la jurisprudencia y la teoría jurídica[3] utilizan para negar la vigencia de la cláusula social: la distinción entre normas operativas y programáticas.

El artículo que no mereció tener siquiera un número.

Una vieja propaganda del Banco Río –anterior a la debacle financiera de dos mil uno- decía que el nombre es “lo más valioso que uno puede tener” y quizás sea cierto; existen pocas cosas tan penosas como designar a una persona como “NN”[4].

Los números pueden también ser nombres, como sucede con las calles de La Plata y con los artículos de la Constitución. Algunos pueden ser muy famosos, como el artículo dieciocho o el catorce; otros casi no son leídos (y mucho menos usados), como el quince; pero todos los artículos de la Constitución tienen un nombre-número. Todos, salvo el que nos ocupa.

La razón es conocida: el retiro de algunos convencionales constituyentes dejó a la Convención del cincuenta y siete sin quórum a poco de haber comenzado las sesiones; por lo que ésta sólo alcanzó a reformar el (entonces) inciso once del artículo sesenta y siete y a incorporar “un artículo nuevo a continuación del catorce”. Desde entonces, a la cláusula social de la Constitución se la conoce sucesiva e indistintamente como “artículo nuevo”, “artículo catorce nuevo” y (sobre todo a partir de que dejaba de ser tan nuevo) “artículo catorce bis”, expresión esta última que fue imponiéndose hasta eliminar a las otras y que de algún modo parece indicar algo así como “artículo catorce suplente”.

Cuando volvió a reformarse la constitución en mil nueve noventa y cuatro (desechada por efímera e ilegítima la enmienda del setenta y dos) un pacto entre Menem y Alfonsín impidió tocar el primer capítulo de la Constitución, lo que –por añadidura- hizo imposible bautizar con algún número a la cláusula social.

Catorce y catorce bis.

Se sabe que los suplentes no tienen la misma suerte que los titulares. Éstos corren, gambetean y hacen suspirar a las tribunas. Los suplentes sólo pueden esperar con paciencia que una lesión fortuita los meta al menos diez minutos en la cancha.

Esa relación de titular–suplente es la que existe entre nuestros artículos catorce y catorce bis. O mejor: entre nuestros artículos catorces, titular y suplente.

El primero es luminoso y claro y escolar. El segundo, apenas una molestia para algunos, un tranquilizador de conciencias para otros; a lo sumo una consigna para algunos inconformistas que –como yo mismo- no son tan revolucionarios como para patear el tablero institucional ni tan adaptados como para conformarse con la libertad de empresa.

Scripta manent.

El verba volant no causa problemas, pero el scripta manent complica. Porque está escrito. Nadie puede dudar o negar que esté escrito. Es un hecho, una verdad absoluta: en esa Biblia laica y civil que llamamos Constitución Nacional hay un artículo que –sin nombre y todo- enumera los derechos sociales.

Para desconocer los demás derechos, por lo general se ha utilizado el tradicional procedimiento del cuartelazo. Éste consiste en que unos señores de uniforme y espada un buen día se autotitulan reserva moral de la patria y en dos minutos liquidan el Congreso y echan al presidente. La chirinada suele ser apoyada por cierta cantidad de civiles y por algunas empresas “a las que les interesa el país” que en otros tiempos auspician programas televisivos.

A partir de allí –encaramados en la cima del poder político- estos señores dictan un Estatuto y declaran urbi et orbe que la Constitución continúa vigente “en todo lo que no se oponga al Estatuto o a los fines y propósitos” del cuartelazo; lo que significa –en la jerga militar- que la Constitución no está vigente para nada.

Recuperada la normalidad institucional, los derechos individuales, civiles y políticos, vuelven a tener vigencia; y si alguien no los cumple, existen varias herramientas para hacerlos valer de modo compulsivo: el amparo, el habeas corpus, etc. O sea que si alguien no lo deja a usted votar o ejercer libremente su culto, o navegar y comerciar (siempre que tenga con qué, claro está), o publicar sus ideas en la prensa sin censura previa; usted se presenta ante un juez, denuncia el problema y el juez toma las medidas del caso.

Nada de esto sucede con los derechos sociales. No es imprescindible el cuartelazo para desconocerlos, aunque ayuda, claro está; pero existen otros modos de negar su existencia incluso en democracia. Si no me cree, haga la prueba: preséntese ante un Juez y pídale que la empresa en la que trabaja lo participe de las ganancias y lo deje controlar la producción y colaborar en la dirección del negocio. Si le dan bolilla, prometo que quemo este papel y me meto a monja.

Repasemos.

Casi nadie recuerda en forma más o menos completa el contenido del artículo catorce bis. Casi todos recordamos aquello de las “condiciones dignas de labor”, la “jornada limitada”, las “vacaciones pagas”; pero qué me dicen de esto: “participación en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección”.

No, no. No fue una revolución al soviético modo la que introdujo esto en la Constitución. No fue producto de constituyentes marxistas leninistas, de barbudos trotskistas o de anarquistas risueños y románticos. Ni siquiera fueron los peronistas, proscriptos y demonizados por demagógicos, los que metieron esto en la Constitución. Los constituyentes del cincuenta y siete eran casi todos radicales, algunos socialistas, algunos demoprogresistas[5]; todos ellos convocados –y de algún modo cobijados- por una dictadura militar sangrientamente antiobrera.

Esos señores respetuosos de las minorías y la propiedad privada establecieron esto. Desde entonces los obreros argentinos tienen derecho a participar en las ganancias de las empresas, a controlar la producción (claro, para que no los embromen) y a colaborar en la dirección del negocio (para asegurarse de que haya ganancias para repartir, para que el empresario no vaya al bombo[6] como habitualmente sucede en un país de empresas quebradas y empresarios millonarios).

El texto es claro y sencillo y no se necesita forzar demasiado la imaginación o el talento para comprenderlo; pero no se cumple ni se hace cumplir.

No se cumple por varias razones económicas y políticas que no es el caso analizar aquí, pero ¿por qué no se hace cumplir de modo compulsivo, como se hace con los derechos enunciados en el artículo 14 titular?

Bueno, supongamos que usted trabaja en una multinacional y no está conforme con su sueldo, sobre todo porque ve que las ganancias de la empresa no paran de aumentar y su sueldo sigue planchado como electrocardiograma de muerto. A usted le parece injusto eso y entonces se presenta ante un juez y le dice:

-Mire, Su Señoría –usted lo trata así porque quiere congraciarse, claro está-, la empresa gana más plata cada año y a mí no me aumentan un peso. Haga algo.

-¿Y qué quiere que haga? –le pregunta el juez-, si la empresa no es mía.

-Jamás se me hubiese ocurrido pedirle que me aumente usted, Su Excelencia –usted se empieza a poner chupamedias, a ver si funciona-, pero yo leí en la Constitución que los trabajadores tenemos derecho a participar en las ganancias de la empresa, a controlar la producción y a colaborar en la dirección. Dígales que me cumplan eso.

Y es cierto, lo que usted dice está perfectamente escrito en la Constitución y ningún juez del mundo le va a decir que no. Para sacarlo carpiendo lo más probable es que el juez use una antigua falacia que inventaron otros jueces y –sobre todo- muchos autores de Derecho. Si es así, el juez lo mirará desde el estrado con suficiencia y algo de conmiseración por su ignorancia y le dirá:

-¿Sabe qué pasa? Esa es una cláusula meramente programática.

Operativas y programáticas.

Así como en la rebelión en la granja de Orwell “todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”, parece que en nuestra Constitución todos los artículos son iguales pero algunos se aplican así nomás y otros necesitan muchísimos requisitos adicionales para que puedan aplicarse.

Es decir: algunos de los derechos reconocidos en la Constitución son operativos y se aplican en forma directa. No se necesita nada más. Otros, en cambio, son programáticos y no se aplican en forma directa[7]. Estos últimos se limitan a establecer un horizonte utópico, un lugar al que se quiere llegar pero que todavía no está. Establecen un programa al que deberían ajustarse las leyes, pero no pueden hacerse valer en forma autónoma, directa.

En términos prácticos, es como si no estuviesen escritos[8].

Aunque usted no lo crea, este es el argumento más usado en la jurisprudencia y en la teoría jurídica para retacear el contenido de los derechos sociales y es aceptado sin discutir en forma casi unánime.

Mortales y veniales.

Una de las muchas protestas de los protestantes era la distinción que la Iglesia formulaba y formula entre pecados mortales y pecados veniales. Según esta distinción, la comisión de uno de los del primer tipo basta para la condena infernal, mientras que los del segundo tipo se redimen con un poco de purgatorio y mucha oración.

-¿De dónde surge esa distinción? -se preguntaba Lutero mientras inventaba el arbolito de navidad[9]- si en la Biblia se habla de los pecados a secas, sin calificativos. La Iglesia le contestaba con citas de prestigiosos teólogos y seguramente algún fraile habrá dicho con mucho sentido común que uno no se iba a ir al infierno por una mentirita piadosa.

En materia constitucional la controversia es parecida. Existen algunos pocos modernos revoltosos a quienes esta distinción los subleva (entre ellos se destaca Gargarella). Contra estos imberbes que gritan, una rotunda mayoría de autores tradicionales esgrimen antiguas citas jurisprudenciales, autorizadas opiniones doctrinarias y mucho sentido común, que –como se sabe-, es el sentido que indica que el sol gira alrededor de la tierra inmóvil.

Lo cierto es que no hay en la letra de la Constitución (y, por supuesto, las constituciones no tienen espíritu, como tampoco tienen mente, hígado o corazón) nada que autorice a formular esta distinción.

Dentro de la ley, todo. Fuera de la ley, nada.

Quienes sostienen la validez de esta distinción entre normas operativas y programáticas señalan que las primeras no necesitan una ley reglamentaria; mientras que las segundas sólo pueden aplicarse cuando una ley reglamente de qué modo hacerlo. Juzgan también que esta arbitraria diferenciación es perfectamente lógica y se desprende de la propia naturaleza de cada derecho; a veces, de la propia redacción de la norma constitucional.

Afirman a modo de ejemplo que mientras no hace falta ninguna ley especial para que la gente haga valer su derecho a ejercer libremente su culto, es necesario que una ley especial diga cuánto vale el salario mínimo, vital y móvil.

En definitiva, los derechos operativos se aplican así nomás. Los programáticos, necesitan una ley especial y si nadie dicta la ley especial no se aplican.

No es complicado advertir la falacia de este argumento. Si bien es cierto que el artículo catorce bis comienza diciendo “El trabajo gozará de la protección de las leyes, las que asegurarán al trabajador...” (lo que parecería indicar a primera vista que hacen falta leyes), también el artículo catorce titular aclara que los derechos allí enumerados se gozan “conforme las leyes que reglamenten su ejercicio”. O sea que la diferencia no es tal. Por supuesto que las leyes regulan y reglamentan los derechos, pero la ausencia de una ley reglamentaria no impide que el derecho exista y que pueda hacerse valer (justamente por eso hay una Constitución que es superior a la ley). Eso vale tanto para el catorce titular, como para el suplente.

Además, si no hace falta ninguna ley para que pueda hacerse valer el derecho a ejercer libremente el culto, por qué debería haber alguna que reglamente aquello de igual remuneración por igual tarea.

Y, a la inversa, no comprendo cómo puede ejercerse el derecho al voto –que unánimemente se considera operativo- sin leyes que regulen todo el asunto de los padrones, las circunscripciones electorales, la proporcionalidad, las convocatorias, etc.

Acción u omisión.

Otros sostenedores de la distinción, más sagaces, dicen que la diferencia no está dada por la necesidad de ley reglamentaria, sino por exigir una acción o una omisión por parte del Estado.

Afirman que los derechos operativos son aquellos que sólo exigen una omisión del Estado, mientras que los programáticos necesitan una acción positiva del mismo. Esgrimen como ejemplo que para ejercer el derecho de navegar y comerciar basta con que el gobierno no entorpezca el tráfico ni se ande metiendo en donde no lo llaman, mientras que para ejercer el derecho a la vivienda digna se necesita el Plan Federal de Viviendas y esas cosas.

La argumentación mejora, pero no tanto. Algunos derechos tradicionalmente considerados programáticos no requieren ninguna acción particular del Estado. Pensemos en aquello de la “participación en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección”. No hace falta ningún Plan Federal de Viviendas para eso.

A la inversa, no me imagino cómo se ejerce el derecho a “enseñar y aprender” –considerado operativo- sin un sistema de educación pública, sin construir y mantener escuelas y sin un Ministerio de Educación más o menos burocrático.

El Estado y los particulares.

Algunos –los menos- de los sostenedores de la distinción dicen que la diferencia fundamental radica en que los derechos operativos se ejercen frente al Estado, mientras que los derechos programáticos se ejercen frente a un tercero particular.

Afirman entonces que los derechos del trabajador son programáticos porque en definitiva obligan al patrón, que es un particular, a hacer o dejar de hacer alguna cosa; mientras que los derechos operativos consisten en que el Estado haga o deje de hacer algo.

Se olvidan –claro- que uno de los dos casos jurisprudenciales (el caso Kot) que inauguraron la acción de amparo constitucional en nuestro país trataba de un derecho constitucional operativo (ejercer industria lícita) al que se lo hizo valer contra un grupo de particulares (oh, casualidad, contra sus obreros que ocupaban el establecimiento)

¿Por qué no podrían entonces considerarse operativos los derechos de los obreros frente a sus patrones?

It’s the economy, stupid.

Finalmente, un grupo de sostenedores de la distinción abandona toda pretensión racionalista y –quizás a causa de tanta debilidad argumental- se refugia en consideraciones del más estricto sentido común económico[10].

Dicen, en definitiva, que el problema de los derechos sociales es que son demasiado caros. Son como lujos que los países pobres no nos podemos dar porque debemos fortalecer a las empresas para que sean motor del desarrollo económico. Por eso hay que reconocerlos a cuenta gotas, a medida que se vaya pudiendo. Por eso, aunque estén escritos en la Constitución no podemos aplicarlos todos juntos así nomás y necesitamos que las leyes vengan a ratificarlos de uno en uno, de vez en vez, despacito y por las piedras.

Son caros, si. Me imagino que deben ser caros. La vivienda digna para todo el mundo, por ejemplo. Pero, ¿qué diríamos si el Gobierno no llama a elecciones porque sale muy caro?
Qué dirían nuestros grandes terratenientes si les dijéramos que el Catastro y el Registro de la Propiedad nos salen muy caros, que mejor se amojonen ellos la tierra y que no podemos andar gastando tanta plata en cuidar que no se la usurpen. Qué, si dijéramos “Mire, la policía nos sale un ojo de la cara”.

La única verdad es la realidad.

Los derechos sociales existen, están escritos –breves, retaceados y sin número, pero están-. Son derechos constitucionales tan vigentes como los civiles y políticos. El problema de las cláusulas constitucionales programáticas es un falso problema, como esos otros falsos problemas que denuncia Borges en el epígrafe de esta nota y cuyo principal demérito es proponer soluciones que son falsas también.

Lo cierto es que el artículo catorce bis nació con un pecado de origen: nadie se lo tomó en serio. Las fuerzas políticas que colaboraron en su sanción estaban más preocupadas por robarle las banderas al peronismo proscripto (para disputar su base social y electoral) que por reconocerle derechos a las clases populares. La dictadura militar que convocó a la reforma, sólo buscaba legitimar su pretendido carácter democrático y libertador, y no pensaba para nada en otorgarles derechos a los obreros que asesinaba en los callejones de José León Suárez.

Por eso, al mismo tiempo en que nacía la cláusula social nacían los argumentos para desactivarla. El principal: la distinción entre normas operativas y programáticas.

Tampoco el peronismo se lo tomó en serio. El movimiento político que –con sus aciertos y errores- consiguió la más espectacular mejora en las condiciones de vida de las clases humildes en toda la historia argentina durante el decenio cuarenta y cinco – cincuenta y cinco, observó la sanción de la cláusula social con desdén e indiferencia, acaso enamorado todavía de la Constitución del cuarenta y nueve.

Vuelto al gobierno en mil novecientos ochenta y nueve, domesticado y travestido, fue vehículo de algunas de las peores regresiones en materia de conquistas sociales que la historia conoce. En mil novecientos noventa y cuatro, un peronismo que había defeccionado y un radicalismo claudicante pactaron la reforma de la Constitución. Les interesaban la reelección y la autonomía de la Capital. No tuvieron problemas en ratificar el catorce bis, pero cuarenta años de argumentos desactivadores lo habían vuelto prácticamente inofensivo.

Ahora que soplan nuevos vientos, que el Congreso comienza a introducir reformas pro-obreras, que la Corte Suprema dicta fallos en el buen sentido, existe por fin el clima propicio para que desde el Derecho discutamos aquellos argumentos desactivadores que nos inmovilizaron durante casi cincuenta años.

A punto de cumplirse medio siglo de vigencia del artículo catorce bis, es hora de que repensemos su profundo sentido transformador y lo saquemos de ese oscuro lugar de suplente, de colección de buenos deseos. Ya sé que mi prosa peleadora, balbuceante y chapucera no es un aporte en ese sentido, pero hay otros que lo dicen en el lenguaje apropiado y por fin, tras los muros, sus sordos ruidos oír se dejan.

Enrique Catani.
domingo 10 de diciembre de 2006.

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[1] Alcanza con recordar que en mil novecientos ochenta y dos, el gobierno declaró que los habitantes de las Islas Malvinas no tenían de qué preocuparse ya que estaban protegidos por los derechos consagrados en la Constitución Nacional, derechos que eran sistemáticamente negados a los habitantes del continente.
[2] Desde mil novecientos ochenta y tres, se ha hecho obligatoria en los cuarteles la fórmula “-Subordinación y valor –Para defender a la Patria y sostener a la Constitución”.
[3] Evito adrede la expresión “doctrina”, habitual entre hombres de leyes para designar la opinión de los especialistas, por sus reminiscencias medievales y precientíficas que –apelando al principio de autoridad- la vuelven indiscutible.
[4] Mi hermano Juan Pablo, que trabaja en el novecientos once, me informa que en la jerga policial no se dice “ene ene” sino “natalia natalia”, lo que mejora apenas la fórmula.
[5] Los votos en blanco sumaron 2.115.861 votos, o sea el 24,3% de los emitidos. Los radicales balbinistas siguieron muy cerca con 2.106.524, el 24,2%, y los radicales frondizistas obtuvieron 1.847.603, el 21,2%.
[6] La expresión “ir al bombo” es bien argentina y tiene su origen en las guerras federales del siglo diecinueve. El bombo legüero (que, como su nombre indica, se escuchaba a varias leguas de distancia) se usaba para concentrar, reagrupar y reorganizar a las tropas que, vencidas, habían huido en desbandada. El gaucho que se había retirado del combate en cualquier dirección “iba al bombo” para reagruparse.
[7] Escuchemos como explica la distinción Mariano Tissembaum en el primer tomo del Tratado de Derecho del Trabajo dirigido por Deveali (págs. 344-345): “El imperio de las normas constitucionales deriva, en cuanto a su inmediatez, de las características con que se redacte la disposición consiguiente. En ese sentido, hay disposiciones constitucionales de tipo programático que sólo enuncian aspiraciones, propósitos y orientaciones de carácter general o afirmaciones de naturaleza sociológico- política, y algunas de contenido filosófico, teórico o dogmático. Lógicamente, para que estas enunciaciones adquieran imperio requieren la sanción de leyes que, inspiradas en las citadas declaraciones de tipo programático, las concreten en normas positivas que fijen en modo preciso y debidamente articulado el ordenamiento consiguiente. En cambio, existen normas constitucionales que determinan en modo imperativo el precepto, por la redacción consiguiente del texto, y son de aplicación automática, sin necesidad de leyes posteriores, pero que pueden dictarse para reglamentar su ejercicio, tal como lo preceptúa la Constitución Argentina en el art. 14. (...) La constitución Argentina, con la última reforma de 1957, y que hemos analizado precedentemente en relación a las disposiciones de índole laboral y social, contiene en general, normas de tipo programático que requieren –para su aplicación- su desarrollo legislativo”
Veamos ahora la explicación de un constitucionalista (Quiroga Lavié “Introducción al Derecho Constitucional” págs. 71-72): “Conforme a su condicionalidad, las normas constitucionales pueden ser operativas o programáticas. Las operativas son aquellas que no precisan ser reglamentadas ni condicionadas por otro acto normativo para ser aplicables; tal es el caso de los derechos individuales (...). Normas programáticas son las que tienen sujeta su eficacia a la condición de ser reglamentadas. Ello ocurre, particularmente, cuando el ejercicio del derecho implica una pretensión a la conducta de un tercero; tal es el caso de los derechos del trabajador, que según el art. 14 bis CN, quedan sujetos a la protección de las leyes”.
Elijo estos dos autores porque son los que tengo más a mano en la biblioteca, pero en casi todos los manuales de Derecho Constitucional o Laboral pueden encontrarse explicaciones similares.
[8] En realidad tampoco es tan así. Aunque se los considere un mero programa constitucional, incluso esa calidad también tiene (o debería tener) contenido normativo y obliga a las normas de jerarquía inferior. Como explica mejor Cornaglia “En 1957, la reforma de la Constitución Nacional ordenó el dictado de las leyes predeterminando un único sentido con la protección del trabajo en sus diversas formas y les fija un programa para operativizar los derechos que consagra. Y determina que las leyes, servirán para asegurar esos derechos. (...) Existe desde entonces una norma proyectiva (norma de normas), que impide el desasegurar esos mismos derechos. Lo que implica una orden que impide la derogación e incluso la rebaja de sus protecciones alcanzadas” Cornaglia, Ricardo, Reforma Laboral. Análisis Crítico. Pág. 313.
[9] Como se sabe, otra de las protestas de los protestantes era el culto de las imágenes, lo que hizo que Lutero condenara el pesebre... y tuviera que decorar el árbol que estaba en la entrada de su Catedral para que los feligreses no extrañaran tanto.
[10] El “sentido común”, tan elogiado en nuestros días, ha sido siempre una colección de argumentos inmovilizantes, de los que impiden pensar. Básteme recordar que hubo quienes refutaban a Galileo con el siguiente razonamiento de impecable sentido común: Los ancianos se marean con el movimiento de un carro. Si la tierra estuviese en movimiento, los ancianos vivirían mareados. Ergo, la tierra está inmóvil.

Comentarios

Qué bueno tu artículo... Qué pena que la famosa "gente" no lea contenidos tan importantes como esto... Te lo agradezco muchísimo...
Un abrazo K...

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